UN HOMBRE DE PALABRA.

Por: José Espinosa FelIz

El momento en que el juez se disponía a dictar la sentencia condenatoria contra Opolio Ventura, estaba de pie en cuerpo presente, pero ausente en mente y pensamientos, porque en el subconsciente rememoraba lo sucedido.

El orgullo y apego a sus palabras hizo que consumiera lo prometido. Siempre escuchó que el hombre de campo “era un hombre de palabra”. En eso fue preciso y psicorrígido con lo que decía y pensaba.

Llegó a la ciudad en busca de mejor suerte, pero la misma no fue tan generosa con él; pero como hombre de trabajo, con gran esfuerzo siguió hacia adelante.
A él lo consideraban como una persona menuda, humilde, cuya honestidad no estaba a prueba.
Aquel día le sorprendió la noticia del ultraje a que fue sometida su hija Nena. El delincuente, así lo dijo varias veces, «pagaría lo que le hizo a mi hija, aquí en la tierra» aunque era hombre de paz, y se podría decir, hasta “cobarde”.
Tenía la convicción de que por su familia enfrentaría hasta el mismo Satanás. Ese valor estaba impregnado en algún lugar que nadie pudo ver, o, por asomo pensar, hasta aquel día en que tomó la justicia por sus manos. Expuso su vida, cometió una gran imprudencia en desafiar a las autoridades, pero ya ellos lo habían hecho, habían traspasado sus límites, su responsabilidad era defender al ciudadano. Jamás olvidó ese agravio, esa traición de una autoridad, quien tiene el ineludible deber de proteger a todos.

La noche anterior del día en que cometió el asesinato, encontró a su pequeña Nena llorando desconsolada, la tristeza y la impotencia embargaron su vida, Juró como hombre defender la honra de su hija, y así se lo hizo saber:
“Juro por Dios que esto no se quedará así. ¡En esta lo mato…!”
Parecía un animal irracional, sudaba más por el calor de la sangre que ardía por sus venas ensanchadas al punto de explotar, que por el calor que invadía el estrecho cuarto, cobijado de zinc inclinado a una sola agua, a poca distancia de su cabeza.

Se desplazaba inquieto, sentía el cosquilleo de la sangre que corría por las venas. Su hija nunca lo había visto así, ella estaba más que asustada, preocupada por lo que podía pasar.
—No… Pa’. No hagas nada… no quiero que te pases nada, ese tíguere es muy peligroso, ...pertenece a una banda que mata a cualquiera, y se porque te lo digo. Tú eres lo único que tengo.
Su rostro mostraba rabia, en su frente se mostraban las venas hinchadas.

Él era pacífico y tolerante. Dicen que los hombres de esa estirpe tienen una gran capacidad de aguante, van acumulando energía, y cuando los abusos sobrepasan los límites, explotan como bombas, y se acaba el razonamiento lógico.
Su hija no sabía de lo que él era capaz.
—Hablaré con tu tío, por si me pasa algo…, pero esto no se queda así, lo juro y cumpliré con mis palabras, los Venturas no nos doblegamos…
—Nooo… por favor, no. Prométeme que nada hará. Ellos fueron los que mataron al hijo de Pipo Tajín.
— ¡Cómooo…! ¿Y porque no me lo dijiste?
— Me amenazaron pa’… y me dijeron que, si yo decía algo, me iban a matar y a ti tambien.
— ¡Hijos de puta…!
— ¡Prométeme que no va a hacer nada!
—Bien… mi hija, … así lo haré, pero iré a la policía y pondré la querella.
—No, no lo haga, no quiero que nadie sepa lo que pasó.
— ¡Ya te dije que no se quedará así…!
Opolio Ventura, no habló más, y salió del cuarto a la pequeña sala, donde se mantuvo por más de tres horas antes de irse a la cama, llorando, a veces desconsolado. Lo hacía bajito, gemía, para que su hija no lo escuchara. Pensó en la desgracia que su hija quedara embarazada de un delincuente, o que le pegara el VIH. Con esos pensamientos se fue a la cama, los mosquitos, el intenso calor que hacía fuego por todo su cuerpo ese día más que nunca, entonces, la noche se hizo pesada e interminable, y la madrugada haragana, estacionaria, el sol se resistía a emitir un rayito de luz, porque sentía el terrible desenlace en el día que necesariamente tenía que iniciar.

Por fin amaneció, y Opolio Ventura pensó. “He oído decir que no hay deuda que no se pague y plazo que no se cumpla”.

Ya a las 7:00 de la mañana se imaginó casi arrastrar a su hija, para llevarla al cuartel de la policía, no el que le correspondía, el del barrio; sino, a otro más lejos, porque los policías estaban vendidos con los miembros de las bandas y recibían migajas con tal de protegerlas.
Llamó a su hija para que se prepara lo más rápido posible. Fue a su habitación, tocó por pudor, porque solo una cortina lo separaba de la verdad. Al no escuchar nada, entró y se llevó una gran sorpresa. Su hija no estaba ahí, le pasaron muchas ideas por la cabeza... Sintió un fuerte golpe en el corazón y el alma se congeló. Salió a presuroso y buscó por todos los alrededores, pero nada. Se dirigió donde su hermano, Juan, tocó la puerta, mientras llamaba, preguntaba por Nena. La puerta se abrió, y apareció la figura de su hija.

Aunque estaba furioso, se alegró de verla, se había imaginado lo peor; aun así, le reclamó la salida de la casa.

—¡Dime muchacha ¿qué carajo te está pasando?! ¿A qué hora viniste para acá? ¿No te dije que íbamos para la policía?
—¡Es que no quiero ir pa’lla!
—Claro que sí que vamos a ir.
—Es… que me da vergüenza. La gente va a saber que me hicieron eso, y en la escuela se van a burlá de mí. No vayamo, pa’.
—¡Yo no dejo eso así, y punto…! ¡Ese hijo de puta lo pagará!
La rabia envolvía todo su cuerpo: su cara crispada, como de loco, su frente venosa, sus manos tensas y ojos de miradas punzantes, cortejado por el ceño fruncido, que lo acompañaban con un intenso dolor de cabeza.
Acompañados por el hermano, se dirigieron al cuartel de la policía. Puso la querella, para que buscaran al delincuente que había violado a su hija. Él sabía que era peligroso, pero estaba decidido a enfrentarlo…
—Señor necesitamos un documento, para darle formalidad a la querella —dijo el agente de servicio.
Mientras él fue a la casa a buscar un documento, Juan salió a buscar unos pesos donde Nico el prestamista, porque sabían que para que las cosas caminen algo había que dejar. Nena quedó en el cuartel.
Al llegar a la casa observó algo extraño, no vio el candado que la resguardaba. Haló la puerta y todo estaba revoloteado: la pequeña mesita, los platos, el mantel azul de cuadro de la mesa del comedor, las cuatros sillas de madera de pino, el jarrón de cerámica para las flores de plásticos que adornaban la salita, el platillo con la velita a medio talle. Cada parte de la pequeña casa también quedó violada. Preguntó a unos vecinos, que si hubiesen visto algo; pero nadie vio nada. Por primera vez sintió miedo, más que miedo, terror. Su corazón se sacudió dentro de la caja que lo aprisionaba, y reaccionó como una forma de darse valor.
—¡Malditos delincuentes!
Estaba aturdido. Se le había olvidado el por qué regresó a la casa. Después de forzar la memoria, y mientras removía algunas cosas vio la cédula debajo de un pañito que estaba en la parte superior de un pequeño y polvoriento estante, y expresó interiormente ¡gracias a Dios! Se marchó presuroso y llegó al cuartel.
¡Que sorpresa!, otra desgracia más.
Mientras el delincuente impuso el poder del miedo, del desorden y la falta de autoridad. Un agente del cuerpo del orden aprovechando su ausencia, imponía el poder coercitivo de la autoridad, revictimizaba, abusando nueva vez de la indefensa adolescente…
Opolio Ventura fue interrumpido por los agentes al servicio del tribunal que lo llevaban a la cárcel de la victoria donde cumpliría veinte años de reclusión.

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