ARTICULO: Censura disfrazada de ley

Por: Yenifer Lara

En un contexto donde la digitalización redefine cómo nos informamos y comunicamos, República Dominicana se enfrenta a una reforma clave: el nuevo proyecto de ley que regula la libertad de expresión (ley 6132).

Inspirado en el artículo 49 de la Constitución y respaldado por instrumentos internacionales, este proyecto promete modernizar el ecosistema mediático.

Sin embargo, al revisar sus detalles, surgen dudas legítimas sobre si su verdadero objetivo es organizar o controlar.

Uno de los aspectos más inspiradores y al mismo tiempopreocupantes es la propuesta de crear el Instituto Nacional de Comunicación (INACOM), un organismo con amplios poderes para supervisar medios tradicionales, digitales y espectáculos públicos.

Aunque se presenta como autónomo, su vinculación al Ministerio de Cultura y la designación de su directiva por el Congreso ponen en tela de juicio su independencia.

Peor aún, tendría la facultad de imponer sanciones por “infracciones graves” sin que estas estén claramente definidas.

Permitir que un medio pueda ser suspendido por 90 días o multado con hasta 200 salarios mínimos sin una tipificación clara de la falta es sumamente peligroso.

Las sanciones, como ha establecido el Tribunal Constitucional, deben ser legales, necesarias y proporcionales. Este proyecto, en cambio, parece abrir un amplio margen para la arbitrariedad, algo incompatible con una democracia que se precie de proteger la libertad de expresión.

Aún más inquietante es la disposición que obliga a los medios a revelar la identidad de autores que escriben bajo seudónimo si alguien se siente afectado.

Esto erosiona la confidencialidad de las fuentes y golpea directamente al periodismo de investigación, especialmente en un entorno donde denunciar abusos puede tener consecuencias personales.

El uso discrecional de la publicidad estatal también merece atención. La ley establece que las instituciones deben publicitar todos sus procesos, pero no define reglas claras para asignar esa publicidad.

Esto deja la puerta abierta a premiar medios afines o castigar voces incómodas, una forma sutil —pero efectiva— de censura indirecta.
Es cierto que el proyecto contempla avances como el impulso al contenido local, la profesionalización de medios y la inclusión de derechos de audiencia.

Pero incluso las buenas intenciones pierden fuerza cuando no hay participación ciudadana. Que periodistas, gremios y ciudadanos no hayan sido consultados debilita tanto el contenido como la legitimidad democrática de la propuesta.

En definitiva, resulta paradójico que quienes hoy promueven esta regulación hayan alcanzado el poder precisamente gracias a la libertad de expresión que ahora buscan “regular”.

Fue esa misma libertad —que permitió denunciar, criticar y movilizar ideas sin miedo— la que les abrió el camino hacia la legitimidad democrática. Regularla con ambigüedad es, en el fondo, renegar del principio que los llevó hasta donde están.

¿Cómo se garantiza entonces que no se convierta en un instrumento de censura?

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