EXCELENTE MENSAJE: La hija que se avergonzaba de su madre por ser vendedora ambulante

 

La hija que se avergonzaba de su madre vendedora ambulante… y fue esa misma madre quien pagó la fianza cuando la metieron presa.

Siempre me daba vergüenza cuando mis compañeros de la universidad preguntaban a qué se dedicaba mi madre. 

—Es... comerciante —mentía, desviando la mirada.

La verdad era que mamá vendía empanadas y jugos en una esquina del centro, con su carrito destartalado y su delantal manchado. Cada mañana la veía partir con sus termos y su sonrisa, y yo fingía estar dormida para no tener que despedirme.

—Mija, ¿no quiere que la lleve a la universidad? —me ofrecía siempre.

—No, mamá. Prefiero tomar el bus —respondía cortante, como si su carro viejo fuera un delito.

Durante años mantuve esa distancia. Mis amigos conocían nuestra casa, pero nunca habían visto a mamá trabajando. Yo estudiaba Derecho con una beca, y en mi cabeza ya me veía siendo una abogada exitosa, muy lejos de esa esquina donde ella gritaba: "¡Empanadas calientitas! ¡Jugos fresquitos!"

Todo cambió una noche de viernes. Había salido con unos compañeros de clase, y después de unas copas decidimos ir a una discoteca nueva. No recuerdo bien qué pasó, solo que la música estaba muy alta, que había mucha gente, y que de repente alguien gritó que había drogas en el lugar.

La policía llegó como una avalancha. Nos pusieron a todos contra la pared.

—¡Documentos! ¡Todos contra la pared!

—Nosotros no hemos hecho nada, oficial —traté de explicar.

—Eso lo decidirá el juez. Al camión, todos.

En la estación, mientras esperábamos en esas celdas frías y húmedas, uno de mis compañeros logró hacer una llamada. Yo tenía mi celular, pero mis dedos temblaron cuando busqué en los contactos. ¿A quién llamar?

Mi papá había muerto hace años. No tenía hermanos. Solo estaba mamá, con su carrito de empanadas y sus manos encallecidas por el trabajo.

—¿Aló? ¿Mija? —su voz sonaba somnolienta.

—Mamá... —se me quebró la voz— estoy detenida.

Hubo un silencio eterno.

—¿Dónde está, mi amor?

—En la estación del centro. Mamá, yo no hice nada malo, solo estaba en el lugar equivocado y...

—Tranquila, mija. Ya voy para allá.

—Mamá, necesitan dinero para la fianza. Es mucho dinero, yo no sé cómo...

—No se preocupe. Su mamá se las arregla.

Colgó, y yo me quedé ahí, temblando, preguntándome de dónde iba a sacar el dinero una vendedora ambulante para pagar mi libertad.

Tres horas después, escuché su voz en el pasillo:

—Vengo por mi hija, Andrea Martínez.

Cuando salí, la vi parada junto al oficial de turno. Llevaba la misma ropa con la que trabajaba, el delantal guardado en una bolsa plástica. Sus ojos estaban rojos, pero me sonrió como si nada hubiera pasado.

—¿Ya está libre, mi amor?

—Mamá... ¿de dónde sacaste el dinero?

Caminamos en silencio hasta su carro. Solo cuando estuvimos adentro me respondió:

—Vendí el carrito, mija.

Se me partió el alma.

—¿Cómo que vendiste el carrito?

—Se lo vendí a don Ramón, el que vende arepas en la otra esquina. Él siempre me decía que si algún día lo quería vender...

—¡Pero mamá! ¡Ese carrito es tu trabajo! ¡Es tu vida!

—Mi vida es usted, Andrea. El carrito se puede conseguir otro.

Me eché a llorar como no había llorado nunca. Todos esos años avergonzándome de ella, de su trabajo honrado, de su amor incondicional. Y ahora había vendido lo único que tenía para salvarme de un problema que ni siquiera era su culpa.

—Mamá, yo voy a trabajar. Voy a conseguir el dinero y le voy a comprar un carrito nuevo. El mejor carrito que exista.

—No se preocupe, mija. Lo importante es que está bien.

—No, mamá. Usted no entiende. —Le tomé las manos, esas manos que tanto trabajo habían visto— Perdóneme por haberme avergonzado de usted. Perdóneme por ser tan ciega.

Ella me abrazó, y por primera vez en años, no me aparté.

—Ay, mija. Yo sabía que usted se avergonzaba de su mamá. Pero también sabía que algún día iba a entender que el trabajo honrado no es motivo de vergüenza, sino de orgullo.

—¿Cómo lo sabía?

—Porque yo también me avergoncé de mi mamá cuando era joven. Ella lavaba ropa ajena. Y cuando entendí el sacrificio que hacía por mí, ya era muy tarde para pedirle perdón.

Esa noche dormí en la cama de mamá, como cuando era niña. Y por primera vez en mucho tiempo, me sentí verdaderamente en casa.

Al lunes siguiente, no fui a clases. Me fui con mamá a buscar trabajo. Vendimos empanadas juntas en una esquina diferente, con un carrito prestado, hasta que pudimos comprar uno nuevo.

Mis compañeros de universidad nunca entendieron por qué dejé de avergonzarme de mi madre. Algunos hasta dejaron de hablarme cuando me vieron ayudándola los fines de semana.

—¿No te da pena que te vean vendiendo empanadas? —me preguntó una vez Carolina, mi compañera de clases.

—Me daría pena no hacerlo —le respondí— Ella vendió hasta su carrito para sacarme de la cárcel. Lo mínimo que puedo hacer es ayudarla a recuperar lo que perdió por mi culpa.

Hoy soy abogada, como siempre quise. Pero los sábados y domingos me pongo mi delantal y ayudo a mamá con su negocio. Tenemos tres carritos ahora, y empleamos a dos personas más.

En mi oficina tengo una foto de mamá con su primer carrito, sonriendo con sus manos llenas de harina. Ya no me avergüenzo de ella. Me enorgullezco.

Porque aprendí que el amor de madre no conoce límites, y que la vergüenza más grande no es tener una madre trabajadora, sino ser una hija malagradecida.

Related

Noticias 2049668196493239036

Publicar un comentarioDefault Comments

emo-but-icon





El Fogon de San Juan, galardonado en Los premios "VIEW Awards 2024", que organiza SODOMEDI, el periodico digital mas destacado de San Juan.

Reflexion de hoy

Traductor de google

Siguenos en Twitter


Síguenos en Facebook

PUBLICIDAD

Vistas de página en total

LAS MAS LEIDAS

item